Internacionales 12/02/2024
El curioso golpe que dio PÃ¥l Enger
Es sábado por la mañana en Oslo y aún falta un buen rato para que el Museo Nacional de Noruega abra sus puertas. Es invierno, todavÃa no ha amanecido y no hay un alma por la calle. A las seis y media aparece un Mercedes blanco del que salen dos figuras que avanzan con determinación. Van encapuchados y cargan una escalera. Parece mentira, pero eso es todo lo que necesitarán: una simple escalera de madera.
Uno inicia el ascenso hacia la segunda planta del museo, pero la escalera tiembla y casi se estampa contra la nieve acumulada en la acera. El otro hombre procede a sujetar la base y el escalador, ahora sÃ, alcanza su objetivo y rompe la ventana. Una vez dentro, descuelga una de las pinturas más famosas del mundo y deja una postal en su lugar. Cuando va a acometer el descenso, el cuadro se le escurre y cae unos pocos metros hasta chocarse contra el suelo.
Los dos ladrones se marchan por donde han venido. Arrancan el Mercedes blanco y salen de allÃ. No recogen ni la escalera. Tiempo total empleado: 50 segundos.
En el asiento del conductor viaja un pedacito de historia, concretamente los 91x74 centÃmetros que Edvard Munch bautizó ciento un años antes como El grito. La postal que los ladrones dejan tras de sà muestra a tres hombres sonriendo y bebiendo cerveza. En el reverso, una nota manuscrita: "Mil gracias por la escasa seguridad".
Los ojos del paÃs están puestos en Lillehammer, una localidad de veinte mil habitantes ubicada a 135 kilómetros de la capital. Es 12 de febrero de 1994 y todo está preparado para la inauguración de los Juegos OlÃmpicos de Invierno que Noruega organiza por segunda vez en la historia. En la ceremonia inaugural, retransmitida en directo por televisión, el penúltimo portador de la antorcha olÃmpica ejecutará un espectacular salto de esquÃ. La fecha deberÃa quedar en la memoria de los noruegos como un dÃa de fiesta.
Pero esa efeméride pasará a un segundo plano porque en Oslo hay una ventana rota y una escalera de madera apoyada en la fachada del Museo Nacional. En cuanto se descubre que falta El grito, el responsable del robo se convierte en el hombre más buscado de Noruega.
Delantero de dÃa, ladrón de noche
PÃ¥l Enger tenÃa cinco años cuando Francis Ford Coppola estrenó El padrino, y apenas diez cuando la vio por primera vez. Es difÃcil precisar cuánto de su comportamiento posterior pudo basarse en la fascinación que sintió por la pelÃcula. Enger creció en Tveita, uno de los barrios más pobres de Oslo. En los ochenta del siglo pasado, aquel rincón saltó a las páginas de sucesos por concentrar una altÃsima tasa de delincuencia juvenil. Eran jóvenes que buscaban dinero y diversión por la vÃa rápida para escapar de sus anodinos pisos de cemento gris.
PÃ¥l y su amigo Bjørn se marcaron algunas lÃneas rojas: nada de droga, nada de violencia y nada de robar en las casas de la gente.
PÃ¥l se alió con su amigo Bjørn y su trayectoria criminal describió una curva vertiginosa: la travesura de esconder chocolatines en la manga del abrigo dejó pronto paso a esconderse de noche en las tiendas y salir al dÃa siguiente con un montón de relojes. De ahà ascendieron a reventar cajeros automáticos y saquear joyerÃas. Contrabandeaban con toda clase de objetos. Nada se les resistÃa y nunca los agarraban. Aunque sentÃan que podÃan hacer lo que quisieran, se marcaron algunas lÃneas rojas: nada de droga, nada de violencia y nada de robar en las casas de la gente.
Por si el enérgico ejercicio de la delincuencia no fuera ocupación suficiente para un joven, Enger despuntaba al mismo tiempo como futura estrella de fútbol. De niño comenzó a practicarlo a todas horas. Su conjugación de talento natural y tesón llamó la atención del Vålerenga, uno de los clubes de Oslo. Allà destacó por su instinto goleador.
Al principio, su doble vida aún no levantaba sospechas. Delantero de dÃa, ladrón de noche. Con quince años ya tenÃa dinero suficiente para pagarse un viaje con su amigo Bjørn a Estados Unidos: querÃa visitar el lugar donde Coppola rodó la saga de sus admirados Corleone. Algunos compañeros levantaron la ceja con esa primera excentricidad, pero las posteriores ya resultaron indisimulables.
A todos los compañeros del joven PÃ¥l se le conocÃa otro trabajo fuera del campo, excepto a él.
El seguimiento del fútbol en Noruega palidecÃa frente a otros deportes, por eso, aunque el VÃ¥lerenga habÃa ganado tres ligas en cuatro años cuando Enger debutó con el primer equipo -llegó a disputar tres minutos de un partido de Copa de la Uefa, ante el Beveren belga-, los jugadores ni siquiera eran profesionales a tiempo completo. A todos los compañeros del joven PÃ¥l se le conocÃa otro trabajo fuera del campo. A todos, excepto a él. Un par de ellos, incluso, eran policÃas.
Tal era el grado de amateurismo que los futbolistas debÃan llevarse su propia ropa después del entrenamiento y lavarla en casa, pero Enger, con 18 años y desempleado, preferÃa tirarla a la basura y comprarse prendas nuevas. Un dÃa hasta exhibió su habilidad para abrir coches cerrados, aunque solo como demostración ante el olvido de las llaves de un compañero. Eso sÃ, aunque el volumen de robos que acometÃa era cada vez mayor, nunca atentó contra su propio club. Al contrario: cuando desapareció un ordenador de las oficinas, él se encargó de devolverlo al dÃa siguiente, evidenciando asà su desenvoltura en el ambiente criminal oslense.
Por entonces, los mejores jugadores noruegos disfrutaban de coches esponsorizados con su nombre escrito. Aunque él no habÃa alcanzado aún ese nivel, hizo que en el suyo se leyera el acrónimo resultante de la unión de la primera letra de su nombre con su apellido completo. La gracia es que penger, en noruego, significa dinero.
No hacÃa falta que subrayase su solvencia económica. Al principio se paseaba por la capital en vehÃculos robados, pero luego empezó a comprarse coches de lujo. Le gustaba alardear de poseer el único Porsche de todo Oslo, y aseguró que los domingos acudÃan a su barrio pobre los adinerados de las zonas más ricas solo para admirarlo.
En 1988, PÃ¥l y Bjørn, inseparables y recién entrados en la veintena, completaron el mayor robo a una joyerÃa registrado hasta entonces en Noruega. El botÃn ascendió a 4,8 millones de coronas noruegas, casi medio millón de euros de la época. Envueltos en semejante espiral de adrenalina y poder, los dos jóvenes solÃan reunirse en el reservado del club de billar que poseÃan para decidir su próximo golpe. Allà llegaron a la conclusión de que tenÃan que robar El grito.
Años atrás, Enger lo habÃa descubierto durante una excursión escolar al museo. Al aproximarse, quedó prendado del extraño magnetismo del cuadro y comenzó a sentir ansiedad, quizás porque le recordaba a sà mismo: según contó en Sky, su padrastro era un hombre muy violento que pegaba a su madre y a él y que también les gritaba a todas horas, por lo que empezó a taparse los oÃdos de manera muy similar a la figura andrógina que protagoniza la pintura. Pensó en el cuadro toda la noche. Se convirtió en su obsesión adolescente. Tanto, que durante años visitó el museo una o dos veces por semana para contemplarlo.
Munch quiso representar con El grito la angustia y la soledad del ser humano, y el tiempo convirtió su obra en un icono. El pintor expresionista completó hasta cuatro versiones con el mismo nombre: dos de ellas se encuentran en el museo Munch, otra pertenece a una colección privada y la última -la más famosa- se exhibe en el Museo Nacional noruego.
El 23 de febrero de 1988, de noche, la dupla formada por PÃ¥l y Bjørn se dirigió al museo Munch. Enger habÃa localizado previamente junto a qué ventana estaba expuesta la obra, y desde ahÃ, sin bajar siquiera de la escalera, descolgaron el cuadro. El problema llegó luego, después de escapar, cuando descubrieron que tenÃan en su poder el retrato de una mujer pelirroja abrazada a un hombre.
El revuelo formado por la desaparición de 'Amor y dolor' supuso un escándalo nacional
Se habÃan equivocado contando ventanas: sà que robaron un Munch, pero no era El grito. Igualmente, el revuelo formado por la desaparición de Amor y dolor -también conocido como Vampiro- supuso un escándalo nacional. Durante meses, la PolicÃa no reunió ninguna pista sobre su paradero. A Enger le hacÃa mucha gracia que el cuadro que todos buscaban estuviese oculto en el techo de su club de billar, esto es, sobre las cabezas de los policÃas a los que permitÃa jugar gratis solo por el placer de tenerlos allÃ, tan cerca de su objetivo.
Según contó luego, Enger no pretendÃa desprenderse del cuadro, pero su amigo Bjørn intentó venderlo y desveló más de lo oportuno a un vecino que resultó ser informador de la PolicÃa. El cerco se estrechó y finalmente tuvieron que entregarse. CreÃan que la devolución de la obra intacta reducirÃa su pena, pero no fue asÃ.
Quizás cuatro años entre rejas sirvan para quitarle la obsesión a mucha gente, pero no a Enger. En cuanto se enteró de que el Comité OlÃmpico Internacional habÃa designado Lillehammer como sede de los JJOO de Invierno de 1994, decidió que ese era el momento preciso para hacerse con El grito.
Salió de la cárcel con 24 años, edad suficiente para relanzar su carrera futbolÃstica; lo intentó en el Mercantile SFK, otro club de Oslo que militaba en Segunda. Pero su verdadera dedicación fue planear el robo de su pieza más codiciada: al conocimiento adquirido en prisión -leyendo con fruición sobre otros crÃmenes, preguntando cansinamente a los demás reclusos- le sumó luego la observación directa, ya que visitó durante meses una azotea frente al Museo Nacional para estudiar todos los detalles.
Enger se presentó en la galerÃa cinco dÃas antes de la fecha marcada en rojo en su calendario. Allà descubrió que habÃan modificado la ubicación del cuadro con motivo de los actos previstos ante el aluvión de turistas que el paÃs recibirÃa por la cita olÃmpica. Conclusión: asà le serÃa más fácil robarlo.
De acuerdo, una vez más, con la versión de Enger -si fuese el narrador de una novela, el lector lo enmarcarÃa, cuanto menos, en la categorÃa de poco fiable-, él no participó personalmente en el golpe, sino que se limitó a organizarlo. Asegura que la noche de autos, para garantizarse una coartada, permaneció en casa, en la otra punta de la ciudad, junto a su mujer embarazada.
No quiso contar con Bjørn, su fiel escudero, porque lo habÃa pasado muy mal durante su estancia en prisión. Asà que eligió a un tipo que habÃa conocido en los bajos fondos, alguien sin domicilio fijo, que vivÃa en la estación central de Oslo. Supuestamente, fue ese hombre quien ejecutó el robo, siguiendo al pie de la letra las instrucciones -sobre todo, debÃa dejar la postal con el mensaje-.
Ese relato arroja una duda: ¿quién era la segunda persona aquella mañana en el Museo Nacional, la que sujetó la escalera? Enger habÃa planeado al milÃmetro cada detalle, pero afirma que no tiene ni idea de su identidad, que debió ser alguien que el sintecho buscó por su cuenta.
Sea como fuere, el golpe fue un éxito. Entrar y salir, cincuenta segundos. Las cámaras de seguridad registraron la secuencia completa, pero la calidad de imagen de 1994 imposibilitó determinar la identidad de los autores.
EL primer nombre que pensaron las autoridades fue quien ya habÃa intentado robar 'El grito' unos años antes.
Por supuesto, el primer nombre que pensaron las autoridades fue quien ya habÃa intentado robar El grito unos años antes. Enger tampoco se esforzó lo más mÃnimo en sacarles esa idea de la cabeza, más bien al contrario: además de dejarse ver con la cara descubierta unos dÃas antes en el museo, se dedicó durante semanas a telefonear a la PolicÃa para burlarse de ellos. En esas llamadas, aseguraba que habÃa visto a PÃ¥l Enger con algo sospechoso en el coche. Los agentes acudÃan entonces a registrarlo, pero en el vehÃculo no habÃa nada.
El particular sentido del humor del principal sospechoso incluyó actos tan descarados como publicar en el periódico Dagbladet un anuncio por el nacimiento de su hijo. Nada incriminatorio, en principio, si no fuera porque el texto aseguraba que Óscar habÃa llegado "¡con un Grito!". Enger disfrutaba restregándole a la PolicÃa que habÃa sido él y que no podÃan hacer nada para demostrarlo.
Un cuadro tan famoso parecÃa prácticamente imposible de colocar en el mercado, por lo que se descartó la motivación puramente económica. La opinión pública desconocÃa que el culpable era un antiguo futbolista obsesionado con el cuadro desde niño que lo habÃa robado porque sÃ, solo para demostrar que podÃa, porque le hacÃa gracia, asà que comenzaron a surgir teorÃas alternativas. Se pensó en un castigo de agentes internacionales por la mediación de Noruega en el conflicto entre Israel o Palestina, e incluso un grupo antiabortista se atribuyó el robo y aseguró que el cuadro no serÃa devuelto hasta que la televisión nacional emitiera una pelÃcula afÃn a su causa -titulada, precisamente, El grito silencioso-.
Tiempo después, Enger asegurarÃa que su idea era conservar el cuadro durante un máximo de tres años antes de devolverlo al museo, pero que mientras el paÃs entero lo buscaba, él lo habÃa escondido entre los tablones de la mesa donde su madre y sus tÃas merendaban sin saberlo todas las tardes.
Lo cierto es que las semanas pasaban y los agentes no conseguÃa ningún avance. Además, entre los efectivos dedicados a la seguridad de los JJOO y la investigación por el robo, los delincuentes -muchos de ellos originarios de Tvetia, el barrio de Enger- se encontraron el terreno abonado para atracar varios bancos.
AsÃ, la PolicÃa noruega decidió reconocer su incapacidad y recurrió a alguien más acostumbrado a crÃmenes de esa envergadura. Sonó el teléfono en Scotland Yard y la policÃa metropolitana de Londres envió a Charley Hill, su especialista en arte. Un personaje -otro- que parece sacado de una pelÃcula: mitad americano, mitad inglés, veterano de la guerra de Vietnam, trabajó en Noruega con una identidad falsa, haciéndose pasar por marchante ataviado con gabardina, chaleco de flores y pajarita.
Poco a poco, Hill logró contactar con el entorno de Enger y ganarse su confianza hasta trasladarles una oferta mareante por el cuadro. La primera cita en persona fue en un hotel, y aquà llega el enésimo giro peliculero de esta historia: justamente allà se celebraba el encuentro anual de la unidad de narcóticos de la PolicÃa, por lo que el establecimiento estaba minado de agentes. Hill conocÃa a varios de ellos, y tuvo que improvisar la transmisión de un mensaje para que nadie lo saludara y destrozase su coartada.
En 2015 fue condenado por participar en la desaparición de 17 obras del pintor Hariton Pushwagner
Hill puso como requisito ver el cuadro antes de entregar el dinero a los ladrones -aunque Enger nunca los nombra ni especifica su función anterior o posterior, hasta cuatro personas recibieron condenas relacionadas con el robo-. El agente encubierto habÃa memorizado cada detalle de El grito, y en cuanto lo tuvo delante supo que se trataba del original gracias a unas manchas que el cuadro presenta en una esquina, pertenecientes a unas gotas de cera que le cayeron a Munch mientras lo pintaba.
Si bien el resto de implicados fueron liberados poco después por culpa de un tecnicismo legal -el responsable de su detención habÃa entrado en Noruega con una identidad falsa-, Enger tuvo que cumplir Ãntegramente su condena de seis años y medio. Estuvo a punto de librarse, eso sÃ, cuando se fugó en mitad de una excursión. Doce dÃas después fue capturado mientras intentaba comprar un billete de tren a Copenhague. Llevaba una peluca rubia y gafas de sol.
Salió de la cárcel en 2000, con 33 años. Con el tiempo volvió a poseer una obra de Munch, aunque por primera vez lo hizo pagándola: gastó algo menos de dos mil euros en una litografÃa no firmada. Además, empezó a pintar sus propios cuadros. Aunque ambos detalles apuntaban a un nuevo estilo de vida, Enger parece empeñado en demostrar que la cabra tira al monte. Su carrera criminal no habÃa terminado: en 2015, por ejemplo, fue condenado por participar en la desaparición, de nuevo en Oslo, de 17 obras del pintor pop noruego Hariton Pushwagner.
Antes de eso, en 2004, cuando llevaba ya cuatro años como ciudadano libre, una de las versiones de El grito expuestas en el museo Munch fue robada a plena luz del dÃa. Un golpe espectacular y muy mediático. Quizás las autoridades volvieron a pensar en el mismo sospechoso, pero pronto quedó claro que, al menos por una vez, Enger no habÃa tenido nada que ver.
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